sábado, abril 26, 2008

Un sábado cualquiera tras los pasos de menguele

En uno de esos sábados que te pasas escuchando la discografía de Alejandro Sanz mientras haces trabajos para la facultad con algún partido puesto en la tele y la ropa secándose en el baño porque afuera hay mucho humo y humedad. Uno de esos sábados en los que desconoces si hay alguna otra persona en la casa y solo vas a la cocina en busca de comida y bebida para cada tanto descargarla entre toallas, medias y calzones con restos de olor a jabón. Esos sábados que no tienen definición porque tu concentración laboral no te permite entrar en estados de melancolía, enamoramiento o hasta depresión que podrían aparecer si te concentraras en la música. Uno de esos sábados de barba y algo de bigote, de uñas cortas en las manos pero largas en los pies, de pelo peinado “despeinado” y dientes con restos de desayuno, pero que no te bañas. Uno de esos sábados en los que no te preocupás porque no vas escuchar el teléfono y si suena no lo atendés. Esos sábados en los que si llegás a terminar el trabajo va a haber trasnochada tirado en la cama viendo una película estilo “Juno” o “Y tu mamá también”, con un té, quizá de manzanilla, y un bajón estilo alfajor o galletitas que, cualquiera de los dos, debe tener sí o sí algo de chocolate en algún punto de sus ingredientes. Uno de esos sábados en los que si tuvieses novia probablemente no la llamarías, tal vez entrada la noche para avisarle que no la vas a ver hasta mañana y si es que no te juntás con los pibes a ver el partido. Uno de esos sábados de otoño, pero que también existen en verano, primavera y más aún en invierno, en los que no importa que pasa afuera, si está nublado o es un gris mentiroso, o es que por el pulmón del edificio no entra mucha luz, que no prendo la radio ni veo en la tele algo que no sea deportivo. Uno de esos sábados con pocas personas en la calle, ninguna sonriendo, ninguna yendo al cine, y que si salís, inevitablemente vas a sentir alguna basurita en el ojo. Uno de esos sábados sin almuerzo, pero con desayuno antes y café con leche y medialunas después, que consumiría mientras leo cualquier diario, o todos, por completo, incluyendo el suplemento femenino o revistas de consultorio. Uno de esos sábados confusos, sin besos, sin rezos, con resfríos, profundos de boleros. Uno de aquellos sábados que podemos llegar a olvidar con la misma facilidad que olvidamos el día en que aprendimos que el Sol es una estrella…

Crónica Literaria

Él sabía que las 48hs de viaje iban a valer la pena. Sería una aventura para conocer a quien había homenajeado la camiseta que había recibido como donación después de que la última inundación se llevase todo lo poco que tenían.

La terminal de Retiro fue la estación más grande que “Minguito” vio en su vida, aunque éste era su primer viaje en tren. Nada tenía que ver con la de Curupí, pensó, que ni andén le habían hecho. El húmedo calor formoseño era ahora una helada brisa boreal del junio porteño, así que ni bien se bajó se puso el buzo que había traído por las dudas. En ese momento pasaba una veintena de muchachos vestidos de rojo y blanco que al grito de “volveremo’, volveremo’” subían a un vagón de una formación próxima a salir no sabía bien a donde.

“Desde las 3 de la tarde”, decía el recorte de El Porvenir de Curupí, que por primera vez había publicado una nota deportiva ya que acababan de donar una radio para que todos los cañeros del pueblo escuchasen “el evento más importante del país”. Mingo miró el reloj de la estación. Faltaban dos horas, así que mejor me via’ apurá. Preguntó que cómo iba al partido, y que se tome el que llevaba a los de River le dijeron.

- ¿Ah? -, dijo, y le señalaron más gente rojiblanca.

Mingo sacó nuevamente el bollo del bolsillo y leyó que jugaban River contra Boca. “Soy de Boca”, se dijo a sí mismo, y se subió al tren lo más lejos posible de ese grupo. El aglutinamiento le dio calor y se sacó el buzo que, ¡nene no hagas eso! y ¡te van a matar!, lo obligó a ponérselo de vuelta.

De repente, a través de las ventanas, un monstruoso cilindro de cemento del mismo color que Ellos, que eran ahora sus rivales, se hizo presente deslumbrando a sus doce añitos. Todos bajaron y en medio de la marea riverplatense se dio cuenta de cuanto odiaba a esa banda colorada roja que tan mal lo hacía sentir, y ¡qué dolor de panza, dos días sin morfar, pero cuantas ganas de ver ‘mi equipo!. Empezó a correr, alejándose de la multitud que nunca acababa hasta que llegó a una calle más grande y ancha que las demás. En esa caminata desolada y sin rumbo aparecieron camiones con el número 29, llenos de gente envestida en azul y amarillo como él, con bombos, trompetas y cantos alegres. Mingo se unió a ellos que empezaban a bajar y caminar de vuelta al monumental. Él iba al frente de la barra cuando llegó al moliente que no avanzó cuando lo empujó.

- Entrada pibe -, ordenó el oficial.

- Vengo a ver el partido -, replicó el niño, y que la entrada, y dale que empieza, y dale bo’, Minguito todavía no sabe si pasó por arriba o por abajo del molinete que más tarde sería determinante.

Terminó de subir los tres pisos de escaleras al mismo tiempo que nombraban al jugador firmante: “xxxx xxxxxx”, y Mingo gritó “¡vamos!” instintivamente, al mismo tiempo que no podía creer la fiesta que se desataba cuando entraban los hinchas de su equipo, haciendo que se interesase más por mirar las tribunas que el partido en sí, que no era muy atractivo y terminó en un aburrido 0-0. Minguito no entendía porque algunos festejaban el empate y decidió seguir a aquellos que comenzaban a bajar las escaleras. Llegó un momento en el que no pudo bajar más y la gente comenzaba a acumularse. Desde arriba empujaban como si quisieran pasar por un portón cerrado. No sabe cómo, pero el cree que se durmió por la falta de aire, y lo último que recuerda es una pintada en la pared que decía “Puerta 12”. Se despertó sintiendo la comodidad de una cama de hospital conmigo y sus padres a su lado, emocionado por contarnos la historia de su viaje, su travesura.